domingo, 8 de agosto de 2010

Una noche como cualquiera


        La tranquilidad me estaba esperando. Mi pasaporte a las dimensiones desconocidas estaba en una bolsa de plástico arrugado y de paredes teñidas por la clorofila de la hierba. Tenía una pavita relativamente grande y cargada.

        Antes de asomarla al fuego, la olí con un suspiro apasionado de calma. Su aroma me recordó a las tardes en el templo, el estadio Alejandro Villanueva de La Victoria. Donde miles de hinchas fervientes iban a alentar a Alianza con el corazón. Cuando el Comando salía a la entrada para los previos de la barra, en medio del tumulto de jóvenes, algunos aprovechaban el dersorden y la ignorancia policial para prenderse. Yo miraba desde arriba literalmente. Primero porque estaba en un muro en la parte de arriba de la entrada que pasaba por sobre sus cabezas; y segundo porque, con el olor, mi mente recordaba aquellas ocasiones en las que estaba bajo los efectos del cannabis.

        Después de ese pequeño viaje mental, saqué el fuego de la frotación mientras acercaba mi boca a la llama bendita para prender la pavita. Lo prendí y solo le dí dos pitadas profundas de humo denso y travieso. Tuve que apagarlo porque sino mi viaje iba a sobrepasar el límite de mis circunstancias.

        Fumé lo preciso para poder pensar abierta y claramente sobre mi existencia y la vida. Para poder plasmar en palabras los aviones de los pasillos de la mente. Y para poder elevarme hasta un estado de trance alerta y fresco.